Silvina acompañó a Alicia por la tarde a un lugar tranquilo para tomar café al sol y disfrutar de un masaje relajante.
Era la primera vez que Alicia vivía algo tan placentero, y todo le parecía tan irreal.
Mientras las dos hablaban alegremente de la infancia, un timbre repentino cortó de golpe la conversación.
Silvina, fastidiada, tomó el móvil. Al ver la pantalla, se quedó helada.
¡Era Ramiro!
Silvina lanzó una mirada rápida a Alicia, contestó la llamada y, antes de que pudiera abrir la boca, la voz de Ramiro resonó al otro lado:
—Silvina, ¿tu madre está contigo?
—¿Y para qué la quieres? —respondió ella con una frialdad que helaba.
Su tono dejó a Ramiro en silencio unos segundos. Luego murmuró, vacilante:
—Llamé a tu madre, pero su teléfono no funciona.
Silvina arqueó una ceja, miró a Alicia y se apartó para hablar más tranquila:
—¿Qué asunto tienes con ella?
—Yo… —Ramiro dudó, respiró hondo y finalmente se atrevió—. Silvina, esa casa de tu madre es muy grande, y ella no puede vivir