El chofer condujo con calma y llevó a Silvina directamente hasta un vertedero abandonado.
Cuando el coche se detuvo, Silvina habló de inmediato por teléfono:
—Muy bien, ya llegué con el dinero. Ahora deberías aparecer, ¿no? Un millón de dólares en efectivo, tal como pediste, todo en billetes pequeños. Pesa más de cincuenta kilos y yo estoy embarazada, imposible que lo cargue sola. Tendrás que venir a recogerlo tú mismo. Pero quiero ver primero a mi madre; de lo contrario, no me dejaré engañar.
Rosa, que observaba con unos prismáticos y comprobó que Silvina realmente había llegado solo con un chofer, sonrió con mayor satisfacción. Apretando el teléfono, contestó:
—Veo que sabes lo que te conviene. Haré que te traigan hasta aquí.
Fue entonces cuando Alicia por fin entendió lo que estaba pasando.
Con el rostro lleno de incredulidad, miró a Rosa y le reprochó:
—Rosa, ¿cómo puedes tratar así a Silvina? ¿Acaso no eran las mejores amigas?
—¡Amigas, al demonio! ¿Quién dice que fui su amiga? ¿