Silvina apenas alcanzó la puerta lateral de la iglesia, y justo cuando estaba a punto de escapar, un grupo de hombres la detuvo con fuerza.
—¡Apártense! ¡Déjenme pasar! ¡No me toquen! —gritó entre lágrimas. El maquillaje corrido por su rostro la hacía lucir aún más descompuesta.
Intentó empujarlos con todas sus fuerzas, pero no importaba cuánto lo intentara: ninguno de ellos se movía un centímetro.
—¡Si no se quitan ahora mismo, juro que me haré daño! —Silvina gritó desesperada, arrancándose un pasador del cabello y apuntando temblorosa hacia su propio vientre—. ¿Quién se hará responsable si algo le pasa al heredero de los Muñoz?
Sus palabras surtieron efecto de inmediato. Los guardaespaldas, que hasta entonces habían bloqueado su paso sin dudar, se miraron entre sí, desconcertados, sin atreverse a moverse.
—¿Y tú vas a cargar con esa responsabilidad? —La voz de Leonel sonó a sus espaldas, baja, fría, como una sentencia.
—Yo... yo solo... —Silvina no supo qué responder.
—Te lanzaste s