Ulises colgaba como un trapo empapado en sangre, jadeando. Su piel era un mosaico de quemaduras, cortes, marcas imposibles de borrar. El olor a carne chamuscada impregnaba el aire denso del sótano.
Apenas podía mantener los ojos abiertos, pero una parte de él, la más obstinada, seguía despierta. Una chispa miserable de resistencia.
Dante, de pie frente a él, se limpiaba las manos con un trapo mientras lo observaba.
—¿Te lo imaginas? —le dijo en voz baja, con una calma espeluznante. —Ella dormida sobre mi pecho… sonriendo. Sintiendo paz. Mientras tú... estás aquí. Mientras yo... te hago pagar.
Ulises intentó escupir, pero solo logró toser sangre. Su garganta estaba en carne viva.
—Aurora... nunca te va a perdonar esto… —gimió, con esfuerzo.
Dante rió. Una carcajada seca, sin humor.
—¿Perdonar? Ulises, tú no entiendes nada. —Se inclinó, hablándole casi al oído—. Ella estará más que feliz que haya acabado con el imbécil que intentó hacerle daño… Aunque todavía me falta uno.
Se giró hac