El suave chasquido de la puerta al cerrarse pareció marcar un antes y un después. Aurora permaneció sentada al borde de la cama, el vestido de tela blanca aún adherido a su piel por el sudor del miedo. Tomó la pastilla en su mano con un movimiento rápido y casi imperceptible. Luego la escondió bajo la sábana, como si escondiera un pedazo de su dignidad.
Dio dos pasos hacia el ventanal. El aire de la noche no entraba, pero la oscuridad del exterior se filtraba como un espejo invertido. Su reflejo le devolvió una imagen rota: una mujer de ojos abiertos, cansados, pero vivos. Seguía ahí. Bajo todas las capas de trauma, veneno y encierro, Aurora aún resistía.
La voz del doctor Villarreal regresó a su mente.
—“No puedo ayudarte mucho solo puedes fingir, y tendrás tiempo. Ellos se relajan. Yo puedo ayudarte, pero no podemos ser obvios. Me estoy jugando la vida… y la de mi familia.”
Ella había asentido apenas. Pero ese momento, ese instante, había marcado la diferencia. No estaba sola. Aún