La habitación del sótano apestaba a humedad, hierro oxidado y desesperación. Las luces parpadeaban de forma intermitente, como si hasta la electricidad tuviera miedo de permanecer allí demasiado tiempo.
Mateo estaba atado a una silla de metal, las muñecas ensangrentadas por los grilletes, la boca seca y la frente cubierta de sudor. Respiraba con dificultad, el golpe en el estómago que Dante le había dado al capturarlo todavía lo tenía sin aliento.
Frente a él, Dante permanecía inmóvil. Su rostro no mostraba rabia, sino algo peor: paciencia. Una paciencia letal. Alonzo, más inquieto, se paseaba de un lado al otro de la habitación, girando una navaja entre los dedos.
—¿Listo para hablar, Mateo? —preguntó Dante, su voz baja, serena, como si conversara sobre el clima.
Mateo escupió sangre al suelo, sin mirarles.
—No les diré nada. Don Antonio me salvó la vida. Le debo todo.
Dante soltó una risa breve y sin humor.
—¿Salvarte la vida? ¿Eso es lo que te dijo mientras te usaba como perro? An