Cuatro días después
La luz de la mañana se colaba por las ventanas altas de la mansión, acariciando las cortinas de lino como dedos invisibles.
Aurora bajó las escaleras con una sonrisa tenue en los labios, su vestido blanco danzando con cada paso, su cabello suelto cayéndole por la espalda. El aire olía a café recién hecho, a madera antigua y a una calma que casi parecía ajena después de tanto caos.
Caminó por el pasillo hasta la puerta de la biblioteca. Sus dedos tocaron la perilla dorada con suavidad, pero justo cuando iba a girarla, una voz al otro lado la detuvo.
—Vittorio me tenía en la casa de Francesco —dijo Dante, su tono grave pero firme—. Lo supe desde el primer día, pero no quiero mover un dedo hasta que Francesco despierte del coma. No quiero hacer nada, no por ahora, por Aurora, por nuestro pequeño bebé.
Aurora se congeló. Sus ojos se abrieron como platos. La sangre le bajó de golpe.
Durante esos cuatro días le había preguntado varias veces a Dante si recordaba algo, si