58. El Vacío del Final
Llamé a Alejandro. Necesitaba saber dónde encontrarlo. Tenía el corazón acelerado, como si cada latido empujara con violencia contra mis costillas, recordándome que estaba a punto de cruzar una línea invisible de la que tal vez no habría regreso.
El timbre apenas había sonado dos veces cuando contestó, y entonces lo escuché: esa voz grave, envolvente, peligrosa, que se pegaba a la piel como un perfume que nunca termina de irse.
—Lorena.
Una parte de mí todavía reaccionaba con un estremecimiento automático, casi físico, y eso me enfureció. Porque ya no era vulnerabilidad, era rabia.
Mi nombre en su boca había sido, en otro tiempo, suficiente para hacerme sentir elegida entre la multitud. Ahora lo reconocía por lo que era: un truco viejo, un anzuelo oxidado que aún sabía brillar. Sentí un cierre amargo en el pecho, no por él, sino por la vergüenza de haber caído tantas veces.
—Necesito verte —dije. Hablé despacio, midiendo cada sílaba, obligando a mi voz a sonar más firme de lo que me se