53. Corazones en Guerra
Desperté con el sol filtrándose entre las cortinas gruesas del hotel, y aquella línea de luz me golpeó en los ojos como un recordatorio cruel de que la noche anterior había sucedido de verdad. No era un sueño ni un arranque de locura pasajera, sino una decisión consciente cuyo eco aún me atravesaba. Mi cuerpo todavía llevaba las huellas de esa velada: el vestido negro yacía arrugado en un rincón y los tacones caídos en la alfombra se erguían como testigos mudos de mi rebelión.
Me incorporé con lentitud. La adrenalina seguía recorriendo mis venas como un veneno dulce. El dolor en mis sienes no provenía del cava —no había bebido lo suficiente para perder el control— sino del exceso de pensamientos que no me dejaron dormir.
El celular vibraba sobre la mesita de noche con insistencia. Lo observé sin prisa, como si prolongar ese instante de indiferencia fuera en sí un acto de poder. Había diez llamadas perdidas de Max, además de varias notificaciones de mensajes: algunos suplicantes y otros