49. La Línea que se Cruza
Nunca olvidaré la manera en que Max cerró la puerta esa mañana. Ni el golpe seco ni el eco que retumbó en la habitación vacía fueron lo peor, sino lo que dejó flotando en el aire: sus palabras, filosas, irreversibles, como cuchillas que me habían abierto por dentro.

Me quedé sentada en la orilla de la cama, temblando, con la garganta hecha un nudo. Quise detenerlo, llamarlo por su nombre, correr detrás de él… pero no lo hice. Él dijo que debía "apagar el incendio" y yo, cobarde, solo lo vi marcharse.

Me dejé caer hacia atrás, hundida en las sábanas que aún guardaban su calor. Las lágrimas me ardían, tanto como la certeza de que estaba atrapada entre dos hombres capaces de usar mi vida como moneda de cambio. Max me había herido con su desconfianza, con esa manera cruel de arrancarme la ilusión de que tal vez todavía había un espacio para mí en su mundo. Y Alejandro… Alejandro jugaba con mi vulnerabilidad como si la hubiera calculado con frialdad.

Necesitaba respuestas. Ya no podía queda
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