48. La Filtración
El sol entraba a raudales por las cortinas entreabiertas cuando abrí los ojos. Por un segundo me desorienté, incapaz de ubicarme en el espacio. La sábana de seda resbalaba sobre mi piel desnuda, y el calor que me envolvía no era solo el del amanecer.
Era el de su cuerpo, firme y cálido, todavía a mi lado.
Max.
Me sorprendió descubrirlo allí. No se había ido, no había escapado al amanecer con alguna excusa de trabajo urgente. Dormía a mi lado, el cabello revuelto, el rostro relajado en una paz que pocas veces le había visto.
Lo observé en silencio, sintiendo cómo mi pecho se llenaba de una mezcla de nostalgia y rabia entrelazadas. Sus pestañas largas proyectaban sombras en sus pómulos, y la dureza habitual de su mandíbula parecía desvanecida en la vulnerabilidad del sueño.
Por un instante, volví a ver al hombre con el que me había casado.
Él abrió los ojos lentamente, como si percibiera mi mirada antes de estar completamente consciente. Una sonrisa tenue, genuina, se dibujó en sus labio