48. La Sospecha
El sol entraba a raudales por las cortinas entreabiertas cuando abrí los ojos. Por un segundo me desorienté, incapaz de ubicarme en el espacio. La sábana de seda resbalaba sobre mi piel desnuda, y el calor que me envolvía no era solo el del amanecer. Era el de su cuerpo, firme y cálido, todavía al lado mío.
Max.
Me sorprendió descubrirlo allí. No se había ido, no había escapado al amanecer con alguna excusa, ni mucho menos a ver a Isabela. Dormía a mi lado, el cabello revuelto, el rostro relajado en una paz que pocas veces le había visto.
Lo observé en silencio, sintiendo cómo mi pecho se llenaba de una mezcla de nostalgia y rabia. Sus pestañas largas proyectaban sombras en sus pómulos, y la dureza de su mandíbula parecía desvanecida en la vulnerabilidad del sueño. Por un instante, volví a ver al hombre con el que me había casado, no al empresario voraz que devoraba todo a su paso.
Él abrió los ojos lentamente, como si percibiera mi mirada antes de abrir del todo la conciencia. Una son