128. Regreso a Casa
La luz del mediodía me golpea como un bofetada física. Después de dos semanas de neones clínicos y persianas cerradas, el sol de Madrid parece un enemigo.
Max conduce el Audi como si transportara una bomba nuclear sin desactivar. Toma las curvas a diez kilómetros por hora. Evita los baches con una precisión obsesiva. Sus manos aferran el volante con tanta fuerza que los nudillos se le han puesto blancos, como hueso expuesto.
—Si vas más lento, nos van a multar por obstrucción del tráfico —bromeo, intentando romper el cristal de tensión que nos rodea.
—Muy graciosa. —No se ríe. Ni siquiera parpadea.
Llevo catorce días encerrada. Él lleva catorce noches durmiendo en una silla que le ha dejado la espalda hecha un nudo. —Max, mírame.
No lo hace. Sigue escaneando la carretera buscando peligros invisibles.
—Max. —Le pongo la mano en el antebrazo. Siento sus músculos duros como piedras.
Finalmente, me mira de reojo. Y lo que veo me corta la respiración. No es precaución; es terror puro. —No n