Kaen estaba afuera, arrodillado en medio del frío, con las rodillas hundidas en el barro y las manos apretadas contra la tierra húmeda.
El aire olía a tormenta, a furia contenida y a despedida. Su respiración era un temblor. Había esperado horas… tal vez días, no lo sabía.
El tiempo había dejado de tener sentido desde que Isabella le cerró las puertas del castillo y del corazón.
Cuando los guardias finalmente le permitieron entrar, sintió que el alma le regresaba al cuerpo, pero también un peso lo atravesó como una lanza.
Entró sin dudarlo, con pasos vacilantes, los ojos enrojecidos, el pecho ardiendo.
El eco de sus botas resonaba por los pasillos del castillo, cada sonido un recordatorio de lo lejos que estaba de ella.
Lo llevaron hasta el gran salón.
Allí, rodeada por su nueva manada, estaba Isabella. La luz del fuego iluminaba su rostro con una dureza que Kaen nunca había visto.
Era la misma loba que una vez amó con devoción… pero ahora, en sus ojos, ya no quedaba dulzura.
—¡Isabell