Al día siguiente, la mansión despertó con un aire pesado de tensión, como si el mismo mundo contuviera la respiración esperando lo que estaba por suceder.
Isabella y Kaen estaban listos para salir, el sol iluminaba tenuemente las ventanas, y cada sombra parecía moverse con vida propia.
Kaen tomó la mano de Isabella, apretándola con firmeza, transmitiéndole fuerza y determinación.
Ella sintió su calor, un ancla en medio del miedo y la incertidumbre que sabía los aguardaba fuera de la seguridad de la mansión.
Sin embargo, apenas pusieron un pie fuera de la puerta principal, se encontraron con un obstáculo inesperado.
Guardias, armados y con miradas firmes, bloqueaban su camino como muros de piedra erigidos por la autoridad de Dante.
La tensión creció de inmediato, un frío recorriendo la espina dorsal de Isabella mientras observaba a los hombres parados, sin titubear.
—¿Qué sucede? —exclamó ella al sentir que Kaen se detenía. Seguía fingiendo su ceguera, por ahora era lo mejor, tal vez a