—¡No miento! —exclamó uno de los hombres con voz firme, llena de autoridad y pesar—. Esto no es por curiosidad ni por chismes. Es por respeto… por respeto a los cadáveres que descansan aquí, aunque estén en tal estado, terribles a la vista, desgarradores para cualquiera. Recordemos a mi sobrina, la hija del difunto Alfa, y honremos su memoria con decoro, porque fue digna hasta el último aliento.
El silencio se extendió entre los hombres, pesado, tenso. Cada uno contenía sus emociones, sus murmullos y sus dudas mientras miraban los ataúdes alineados en el centro.
Sus miradas se cruzaban, buscando apoyo en los otros, y al final, tuvieron que ceder ante la verdad que nadie quería enfrentar: el respeto hacia la descendencia de la Luna Blanca y el gran Alfa debía prevalecer.
La sacerdotisa emergió con solemnidad, sus pasos suaves resonando sobre el suelo de piedra.
Cada movimiento parecía cargado de un significado ancestral, como si la misma Luna hubiera colocado su bendición sobre ella.
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