La noche había caído, pero el silencio no trajo paz. Eira observaba el cielo estrellado desde la cima de la colina, la misma donde años atrás solía esconderse para llorar en soledad. Ahora no estaba sola. El viento susurraba entre los árboles, y cada hoja parecía arrastrar consigo un recuerdo, una pregunta, una advertencia.
Aidan se acercó sin hacer ruido, como si supiera que ella necesitaba tiempo, pero también su presencia. Se sentó a su lado, sin decir nada al principio. Solo la miró, como siempre lo hacía: como si pudiera verla de verdad, incluso en sus pedazos rotos.
—¿Lo sientes también? —preguntó Eira, con la voz quebrada por la inquietud—. Como si algo... algo muy antiguo estuviera despertando.
Aidan asintió, y por un momento, su mirada se perdió en las sombras del bosque.
—No es solo el peligro de fuera. Es lo que se está gestando dentro de nosotros… dentro de esta tierra. Algo que nunca terminó de cicatrizar.
El consejo se había reunido esa tarde en un ambiente tenso. Las vi