El silencio que siguió a la discusión era tan denso que Valeria podía sentirlo presionando contra su piel. Permaneció inmóvil junto a la ventana del despacho de Aleksandr, observando cómo la lluvia comenzaba a caer sobre Moscú, transformando las luces de la ciudad en manchas difusas y temblorosas. El reflejo de ambos en el cristal los mostraba como dos sombras enfrentadas, separadas por apenas tres metros de distancia física y un abismo de orgullo herido.
—No puedes simplemente irrumpir en mi vida y pretender controlarlo todo —murmuró ella, sin volverse a mirarlo.
Aleksandr permanecía de pie junto a su escritorio, con los nudillos blancos de tanto apretar el borde de la madera. Su respiración, aún agitada por la discusión, era el único sonido que competía con el repiqueteo de la lluvia.
—No pretendo controlarte, Valeria. Solo quiero entenderte.
Ella se giró entonces, enfrentándolo con ojos brillantes de rabia contenida.
—¿Entenderme? Ni siquiera me conoces. Solo soy un capricho más pa