El reloj de la oficina marcaba las tres de la tarde cuando Valeria sintió que el mundo giraba a su alrededor por tercera vez en el día. Se aferró al borde de su escritorio mientras respiraba profundamente, esperando que la sensación pasara. El café que había pedido para mantenerse despierta permanecía intacto; su olor, antes tentador, ahora le provocaba náuseas.
—¿Otra vez mareada? —preguntó Claudia, su compañera de cubículo, mirándola por encima de la pantalla del ordenador—. Llevas así toda la semana.
Valeria se limitó a asentir mientras tomaba un sorbo de agua.
—Debe ser estrés —respondió, aunque ni ella misma se lo creía.
La verdad era que llevaba días sintiéndose extraña. Los mareos eran solo el principio. Se dormía en el metro de camino a casa, despertaba en mitad de la noche con antojos inexplicables, y esa mañana había vomitado al oler el perfume de un desconocido en el ascensor.
Cuando terminó su jornada, Valeria caminó hasta el apartamento de Zoe. Necesitaba hablar con alguien, y su mejor amiga era la única que conocía toda la historia sobre aquella noche en la fiesta clandestina. La noche que, por más que intentaba, no lograba borrar de su memoria.
Zoe la recibió con una botella de vino y dos copas.
—Justo lo que necesitaba —dijo Valeria, dejándose caer en el sofá.
—¿Sigues con los mareos? —preguntó Zoe mientras servía el vino.
—Y con náuseas, y cansancio, y... —Valeria se detuvo al ver que su amiga dejaba la copa en la mesa sin ofrecérsela—. ¿Qué?
Zoe la miró con una mezcla de sorpresa y diversión.
—Val, ¿cuándo fue tu último período?
La pregunta cayó como un balde de agua fría. Valeria abrió la boca para responder, pero se quedó en silencio mientras hacía cálculos mentales. Habían pasado cinco semanas desde la fiesta. Cinco semanas desde que había estado con Aleksandr. Cinco semanas desde...
—No —murmuró, negando con la cabeza—. No, no, no. Es imposible.
—¿Usaron protección? —preguntó Zoe, directa como siempre.
Valeria cerró los ojos, intentando recordar los detalles de aquella noche borrosa por el alcohol y la pasión. Recordaba sus manos, sus labios, la cicatriz en su mejilla brillando bajo las luces rojas... pero ¿protección?
—No lo sé —admitió finalmente—. Estaba tan dolida por lo de Carlos, tan fuera de mí...
Zoe se levantó sin decir palabra y regresó minutos después con una pequeña caja que dejó sobre la mesa.
—Mejor salir de dudas —dijo, señalando la prueba de embarazo.
Veinte minutos después, encerrada en el baño de Zoe, Valeria miraba fijamente las dos líneas rosadas que habían aparecido en el pequeño dispositivo. Dos líneas que cambiaban todo. Dos líneas que conectaban su vida con la de un hombre que apenas conocía. Un hombre peligroso.
—¿Val? —la voz de Zoe sonaba preocupada al otro lado de la puerta—. ¿Estás bien?
Cuando finalmente abrió, Zoe no necesitó preguntar. La expresión de Valeria lo decía todo.
—Estoy embarazada —susurró, como si decirlo en voz alta lo hiciera más real—. Estoy embarazada de un mafioso ruso al que vi una sola noche.
Se dejó caer en el borde de la bañera mientras las lágrimas comenzaban a rodar por sus mejillas. Zoe se sentó a su lado, abrazándola en silencio.
—¿Qué voy a hacer? —preguntó Valeria entre sollozos.
—Tienes opciones —respondió Zoe con suavidad—. Pero primero, ¿has pensado en decírselo?
Valeria levantó la mirada, horrorizada.
—¿Estás loca? Es un criminal, Zoe. Un hombre que probablemente ha hecho cosas terribles. No puedo involucrar a un niño en ese mundo.
—Pero es el padre...
—No —la interrumpió Valeria, secándose las lágrimas con determinación—. Él nunca lo sabrá. Puedo hacer esto sola. Millones de mujeres lo hacen.
—¿Estás segura? —insistió Zoe—. Ni siquiera sabes cómo reaccionaría.
Valeria recordó los ojos fríos de Aleksandr, la forma en que había ordenado a sus hombres, el aura de poder y peligro que lo rodeaba.
—Lo estoy —afirmó—. Este bebé y yo estaremos mejor sin él.
El timbre del apartamento sonó, sobresaltándolas a ambas. Zoe frunció el ceño, confundida.
—No espero a nadie —murmuró, levantándose para atender.
Valeria se quedó en el baño, intentando recomponerse. Escuchó voces amortiguadas en la entrada y luego pasos acercándose. Cuando salió, se quedó paralizada.
Carlos estaba de pie en medio de la sala, con un ramo de rosas rojas en la mano y una expresión de arrepentimiento tan perfectamente ensayada que parecía sacada de una telenovela.
—Val, necesito hablar contigo —dijo, dando un paso hacia ella.
Zoe miraba la escena con los brazos cruzados, claramente incómoda.
—Me dijo que era urgente —se disculpó—. No sabía que estarías así.
Valeria sintió una oleada de náuseas, pero esta vez no tenían nada que ver con su embarazo. Era puro disgusto.
—No tenemos nada de qué hablar, Carlos —respondió con frialdad—. Lo dejaste muy claro cuando te encontré con Luciana.
Carlos dejó las flores sobre la mesa y se pasó una mano por el cabello, en un gesto que antes le habría parecido encantador. Ahora solo lo veía como lo que era: pura actuación.
—Fue un error, cariño. El peor error de mi vida —dijo, acercándose más—. Te extraño cada día. No puedo dormir pensando en ti.
Valeria soltó una risa amarga.
—¿Y Luciana? ¿Ella sabe que estás aquí?
Carlos desvió la mirada, incómodo.
—Terminamos. Me di cuenta de que eres tú a quien realmente quiero.
En otro momento, esas palabras habrían significado todo para Valeria. Habría corrido a sus brazos, perdonándolo sin pensarlo dos veces. Pero ahora, con la prueba de embarazo aún caliente en su mano y la vida dando un giro inesperado, Carlos le parecía pequeño, insignificante.
—Llegaste tarde —dijo simplemente—. Mi vida ha cambiado.
Carlos notó entonces lo que Valeria sostenía. Sus ojos se abrieron con sorpresa al reconocer la prueba de embarazo.
—¿Estás...? —comenzó, pero se detuvo, incapaz de completar la pregunta.
Valeria instintivamente escondió la prueba detrás de su espalda, pero era demasiado tarde.
—Eso no es asunto tuyo —intervino Zoe, colocándose entre ambos—. Creo que deberías irte.
Carlos ignoró a Zoe, su mirada fija en Valeria.
—¿Es mío? —preguntó, con una mezcla de miedo y esperanza en su voz.
La pregunta golpeó a Valeria como una bofetada. ¿Cómo se atrevía a pensar que, después de todo, ella seguiría atada a él de esa manera?
—No —respondió con firmeza—. No es tuyo. Y aunque lo fuera, ya no hay un "nosotros", Carlos.
El rostro de su ex novio se transformó. La máscara de arrepentimiento cayó, revelando algo más oscuro debajo.
—¿Con quién estuviste? —exigió saber, su tono repentinamente agresivo—. ¿Tan rápido me reemplazaste?
Valeria sintió que la sangre le hervía. La audacia, la hipocresía...
—¿Cómo te atreves? —espetó—. Tú me engañaste. Tú destruiste lo nuestro. No tienes derecho a reclamarme nada.
Carlos dio otro paso hacia ella, pero Zoe se interpuso nuevamente.
—Fuera de mi casa —ordenó—. Ahora.
Por un momento, pareció que Carlos iba a resistirse, pero finalmente retrocedió.
—Esto no ha terminado, Val —dijo antes de dirigirse a la puerta—. Volveré cuando estés más calmada.
Cuando la puerta se cerró tras él, Valeria se desplomó en el sofá, temblando.
—Dios, ¿qué le pasa? —murmuró Zoe, sentándose a su lado—. ¿Estás bien?
Valeria asintió, aunque no estaba segura de estarlo. El encuentro con Carlos había sido desagradable, pero también revelador. Por primera vez desde su ruptura, no había sentido nada por él. Ni amor, ni odio, solo... indiferencia.
—Estoy bien —dijo finalmente—. Solo necesito tiempo para procesar todo esto.
Durante las siguientes dos semanas, Valeria intentó adaptarse a su nueva realidad. Programó una cita con un ginecólogo, investigó sobre embarazos y comenzó a tomar vitaminas prenatales. Se convenció de que podía manejar la situación, de que podía construir una vida para ella y su hijo lejos de la sombra de Aleksandr Volkov.
Carlos seguía llamando, enviando mensajes, incluso apareció en su trabajo una vez. Luciana también la había contactado, furiosa, acusándola de intentar robarle a Carlos nuevamente. Era como si el universo conspirara para recordarle el caos que había dejado atrás, justo cuando enfrentaba uno nuevo y más aterrador.
Hasta aquella noche.
Salía tarde del trabajo. Las calles estaban casi desiertas y el frío de octubre le calaba los huesos mientras caminaba hacia la parada del metro. Estaba tan absorta en sus pensamientos que no notó el auto negro que avanzaba lentamente a su lado hasta que se detuvo justo frente a ella.
Dos hombres corpulentos descendieron y bloquearon su camino. Ambos vestían trajes oscuros y tenían ese aire inconfundible de quienes están acostumbrados a intimidar.
—¿Valeria Montes? —preguntó uno de ellos con marcado acento ruso.
El corazón de Valeria se aceleró. ¿Cómo sabían su nombre completo? Intentó retroceder, pero sus piernas parecían de plomo.
—Se equivocan de persona —mintió, con la voz temblorosa.
El hombre sonrió sin humor.
—No lo creo, señorita Montes.
La puerta trasera del auto se abrió lentamente. En la penumbra del interior, Valeria distinguió una silueta familiar. Luego, la luz de una farola cercana iluminó parcialmente su rostro, revelando aquella cicatriz que había recorrido con sus dedos semanas atrás.
Aleksandr Volkov la miraba con una mezcla de curiosidad y satisfacción, como un depredador que finalmente encuentra a su presa. Sus ojos, de un azul tan frío que parecía casi sobrenatural, la recorrieron de arriba abajo, deteniéndose brevemente en su vientre.
—Tenemos asuntos pendientes, Valeria —dijo con voz profunda, mientras una sonrisa lenta se dibujaba en sus labios—. Sube al auto.
No era una invitación. Era una orden. Y mientras Valeria sentía que el mundo se desmoronaba a su alrededor, supo que el destino que había intentado evitar acababa de alcanzarla.
¿Cómo la había encontrado? ¿Qué sabía exactamente? Las preguntas se agolpaban en su mente mientras el pánico crecía en su pecho. Instintivamente, llevó una mano a su vientre en un gesto protector.
El gesto no pasó desapercibido para Aleksandr. Sus ojos se estrecharon ligeramente, y algo indescifrable cruzó por su mirada.
—No te haré daño —dijo, su voz sorprendentemente suave—. Solo quiero hablar.