El silencio en el penthouse era tan denso que podía cortarse con un cuchillo. Los hombres de Aleksandr permanecían de pie en el amplio salón, formando un semicírculo frente a su jefe, quien caminaba de un lado a otro como un depredador acorralado. Sus pasos resonaban sobre el mármol pulido mientras su mirada, fría como el hielo siberiano, escudriñaba cada rostro en busca de la más mínima señal de traición.
Valeria observaba la escena desde el umbral, con el corazón latiendo desbocado. Nunca había visto a Aleksandr así: la vena de su sien palpitaba visiblemente, sus nudillos estaban blancos de tanto apretar los puños y su mandíbula se tensaba con cada respiración.
—Alguien en esta habitación —pronunció Aleksandr con voz engañosamente calmada— ha estado filtrando información a Iván. Y voy a descubrir quién es.
Se detuvo frente a Viktor, su lugarteniente desde hacía más de una década.
—¿Dónde estabas anoche cuando recibí la llamada sobre el cargamento?
Viktor sostuvo su mirada sin pestañe