El sol de la tarde se filtraba entre las cortinas del café mientras Valeria revolvía distraídamente su taza de té de manzanilla. Había insistido en salir del penthouse, necesitaba aire fresco y un poco de normalidad después de semanas de encierro. Andre, el guardaespaldas de confianza de Aleksandr, permanecía dos mesas más allá, fingiendo leer un periódico mientras vigilaba cada movimiento a su alrededor.
—¿Más azúcar, señorita? —preguntó la camarera.
Valeria negó con la cabeza y acarició su vientre instintivamente. Cuatro meses de embarazo y ya sentía que su cuerpo había cambiado por completo. No solo físicamente; algo en su interior se había endurecido, como si la vida que llevaba dentro le hubiera otorgado una nueva fortaleza.
—Quince minutos más y nos vamos —murmuró Andre cuando pasó junto a ella para ir al baño.
Valeria asintió. Las reglas de Aleksandr eran claras: nunca más de una hora en lugares públicos, cambiar constantemente de ubicación, y siempre con escolta. Desde el últim