El silencio que reinaba en la habitación era tan denso que Valeria podía escuchar su propio pulso martilleando en sus oídos. Aleksandr permanecía de pie junto a la ventana, su silueta recortada contra la luz mortecina del atardecer que se filtraba entre las cortinas. Habían pasado tres horas desde el enfrentamiento, y ninguno de los dos había pronunciado palabra alguna.
Valeria se movió inquieta en el sofá. El vestido se le había arrugado y sentía la piel pegajosa por el sudor y la adrenalina que aún corría por sus venas. Observó a Aleksandr, la tensión en sus hombros, la forma en que sus dedos tamborileaban contra el cristal. Parecía un depredador enjaulado.
—¿Vas a quedarte ahí toda la noche? —preguntó finalmente, rompiendo el silencio.
Aleksandr se giró lentamente. Sus ojos, aquellos pozos oscuros que tantas veces la habían devorado, ahora la estudiaban con una mezcla de deseo y frustración.
—¿Prefieres que me vaya, Valeria? —Su voz sonaba ronca, como si hubiera estado conteniendo d