El olor a papel antiguo y polvo impregnaba la habitación. Adriana pasó los dedos por los documentos amarillentos, sintiendo bajo sus yemas la textura áspera de siglos de historia. La biblioteca subterránea de Lucien, oculta tras una puerta secreta en su estudio privado, era un laberinto de conocimiento prohibido que nunca había imaginado.
—Nunca pensé que me permitirías entrar aquí —murmuró, mientras sus ojos recorrían los estantes que se elevaban hasta el techo abovedado.
Lucien permanecía en el umbral, su silueta recortada contra la tenue luz de las lámparas de aceite que iluminaban el espacio. Su rostro, normalmente impenetrable, mostraba una tensión apenas perceptible en la comisura de sus labios.
—Después del ataque, quedó claro que necesitas conocer más de lo que te he permitido saber hasta ahora —respondi&oa