El viento que soplaba desde el norte no era solo frío; era una promesa de muerte.
Rhea lo sintió en los huesos mientras avanzaban colina arriba, entre restos de antiguas murallas ennegrecidas por siglos de abandono y fuego. La tierra parecía quebrada, marcada por grietas profundas que supuraban una neblina rojiza. Kael caminaba unos pasos delante de ella, con la capa ondeando detrás como la sombra de un cuervo, su espada colgando baja, pero alerta.
—¿Dónde estamos exactamente? —preguntó Rhea, esquivando un arbusto seco que se retorcía como una garra muerta.
—En los márgenes de Athrek-harn —respondió él, sin detenerse—. Un antiguo bastión de los Domadores. Fue consumido durante las guerras del sello. Nadie vive aquí… pero no todo lo que habita está vivo.
Rhea tragó saliva. Ca