El calor aún latía en sus cuerpos cuando el sueño la arrastró.
Kael dormía abrazándola, su respiración lenta contra la nuca de Rhea, el brazo pesado sobre su cintura, protegiéndola incluso en la inconsciencia. Pero el vínculo no dormía; palpitaba entre ellos como un segundo corazón, uno que no conocía el silencio ni la calma.
Y fue entonces cuando la visión la encontró.
Rhea no supo cuándo dejó de soñar y empezó a ver. Solo que de pronto ya no estaba en la caverna. Estaba de pie, descalza, sobre un campo ennegrecido, cubierto de cenizas calientes. El cielo era una herida abierta y las montañas del norte ardían como antorchas inmensas, sus picos convertidos en lenguas de fuego oscuro.
Las sombras caían de rodillas ante ella. Cientos. Miles. Y al centro del campo, sobre u