Tenía en frente de su rostro el hocico de un tiburón blanco, del cagazo que se pegó, y por instinto, se fue para atrás y abrió la boca, dejando escapar la boquilla del oxígeno; se la vuelve a colocar y luego me mira, y si las miradas mataran, la de él me hubiera matado unas tres veces, mínimo. Pero nadie me va a quitar la cara de horror que puso; estoy muriendo de risa por dentro. Sé que quiere decirme un montón de cosas, y ninguna buena, así que le señaló el teléfono para que escriba.
Él—: Puta madre, Lina, estás loca, quiero subir ahora, haz que nos suban.
Yo—: Te calmas y lo disfrutas.
Él—: ¿A ti te parece que me puedo calmar?
Cuando ve que estoy leyendo lo que me escribió, me señala al tiburón que tenía su boca prendida de la reja. Estoy cagada de las patas… Es mejor que haga esto rápido.
Yo—: ¿Te quieres casar conmigo?
Al leer mi mensaje me queda mirando por casi un minuto, como si no creyera lo que leyó.
Él—: ¿Bajamos hasta aquí para que me pidieras matrimonio?
Sí, lo sé, es un