Valentina había pasado la madrugada en vela, no por insomnio sino por tratar de hacer encajar todas las piezas de su siguiente paso a dar. Apenas el sol asomaba por las ventanas de la finca, pero ella ya estaba activa. En la soledad de su habitación, las palabras que tecleaba en su teléfono tenían la tersura de quien habla con la certeza del triunfo. No escribió detalles que pudieran traicionar su mano; fue ambigua a propósito, porque la ambigüedad servía a su causa: dejaba margen para los demás y control para ella.
“¿Estás seguro de que todo está listo?”, envió, y casi de inmediato la respuesta llegó, corta y segura: “Sí. Lugar y hora. Solo queda que ella muerda el anzuelo”. Valentina sonrió con esa mueca que le estiraba la comisura y la convertía en alguien menos previsible, y entonces contestó sin dudar: “Perfecto. Yo me encargo de llevarla”.
Mientras el mensaje viajaba, la sangre le latió con un sabor a hierro en la boca: la proximidad del triunfo le dió una especie de vértigo húm