Cada objeto que tocaba le traía una memoria, aunque fueran pocos. No hizo ruido. Dobló con cuidado una blusa clara, un pañuelo de seda, un par de zapatos que aún conservaban el leve olor a su perfume. Los colocó en la caja sin orden, como si el gesto mismo bastara para retener algo de ella. Dudó antes de guardar unos pequeños aretes que Alejandro le habpia obsequiado, los últimos que su madre había usado, y cerró la caja con cuidado. En la etiqueta, escribió con letra temblorosa: “Mamá”.
Cada movimiento era un acto de despedida, y cada silencio una manera de prometerse que no olvidaría nada de lo poco que quedaba.
Mientras cerraba el último pliegue, la sensación de que algo no cuadraba se le había enquistado en la boca del estómago. Había visto a su madre tan lozana, tan feliz y recuperada... y sin embargo, había una fisura que no encajaba. ¿Cómo era posible que una mujer que aquella tarde había reído, hablado, caminado... hubiera caído fulminada sin aviso?
Decidió enfrentar su duda. E