Isabel había pasado la tarde en la compañía silenciosa de su madre. Su teléfono sólo recibió, de vez en cuando, mensajes con interrogaciones corteses: “¿Cómo estás?”; “¿Necesitas algo?”; y sus respuestas fueron medidas y contenidas, como el muro que aún sostenía.
La noche en la finca cayó sin prisa. Isabel había cerrado la ventana de su cuarto porque hacía mucho fría, había extendido una manta sobre sus piernas y se había puesto a leer. La casa sonaba a pasos pacientes, al murmullo lejano del agua en la fuente, al viento que peinaba los olivos. Todo era doméstico y pequeño, como si la vida se hubiese reducido a esos gestos mínimos y puntuales.
Un golpe en la madera de la puerta la sacó de su concentración. Era un golpe educado, de los que da alguien con cuidado: no el portazo del mensajero, sino la señal de un servicio que respeta horarios y silencios. Isabel se incorporó, alisó la falda, y gritó con poca voz:
—Adelante.
La manija giró y entró Lorenzo. Sus manos, grandes y callosas po