Valentina colgó el teléfono con la delicadeza fría de quien apaga una vela para que nadie vea la llama. Sus labios se curvaron en una sonrisa pequeña, afilada como una cuchilla escondida en un guante. La luz del atardecer, filtrada por las cortinas de la habitación, dibujaba franjas doradas sobre la alfombra y sobre la piel de su mano; la escena tenía la apariencia de la calma, pero en su pecho bullía otra cosa: una alegría oscura, tan precisa como el plan que acababa de poner en marcha.
—Bien —susurró para sí, la palabra apenas vibró—. Bien...
En su cabeza las frases se repetían con la cadencia de un mantra. Se veía a sí misma en la escena que quería: Isabel reducida a sospecha, a vergüenza; Isabel apartada del mapa íntimo de Alejandro. Todo lo demás era accesorio. No le importó en ese instante que esa mujer llevará en su vientre al hijo de Alejandro. No le importó la cláusula en el testamento.
—¿Qué se cree? —murmuró con desprecio—. ¿Que él la va a elegir? —la pregunta no esperaba r