꧁ ISABEL ꧂
Aparcamos junto a una hilera de árboles que dejaban caer su sombra en la acera. Al bajarnos del coche, la ciudad nos recibió con ese rumor cálido que siempre había amado de Madrid: voces en distintos tonos, el cloqueo de unas palomas, el olor a pan recién hecho que escapaba de una churrería cercana. Hugo cerró la puerta del auto con la misma naturalidad de siempre y me lanzó una sonrisa que me devolvió a los once años en un instante —esa sonrisa de chico bueno que nunca se le había quitado—.
—¿Te parece bien por aquí? —preguntó señalando una plazoleta con un quiosco de madera en el centro, rodeada de bancos y de gente que paseaba perros y leía en voz baja—. Me dijeron que por aquí hay un puesto de zumos naturales buenísimo.
Asentí, aunque por dentro aún me latía la urgencia de correr, de esconderme... Caminamos entre gente; los rayos del sol, mellizos con la primavera, atravesaban las copas y pintaban todo de dorado. Hugo iba ligero, hablando de cosas pequeñas: una anécdota