—¿Quién es este hombre?
La hostilidad, contenida y filosa, quedó suspendida entre las columnas y el olor a cera reciente. Isabel dio un paso al frente, interponiéndose con una naturalidad estudiada. El abrigo le rozó las piernas; el gesto fue pequeño, pero firme, como un escudo.
—Hugo —dijo, y su voz aterrizó suave, sin temblor—. Él es mi esposo, Alejandro.
El título —“mi esposo”— sorprendió a Alejandro por lo limpio con que lo pronunció. Isabel giró hacia él con una cortesía luminosa, casi teatral.
—Querido, él es Hugo, un viejo amigo de la infancia.
La mirada que le lanzó a Alejandro fue un golpe silencioso: un reto envuelto en seda. “A ver si te atreves a tratarme como sueles hacerlo, aquí y ahora”, le dijo con los ojos. Alejandro, con el olfato aguzado de quien gobierna territorios, leyó el mensaje sin esfuerzo. Si había algo que sabía, además de firmar contratos, era sostener apariencias. “¿Quieres jugar?”, respondieron sus ojos grises, peligrosamente calmos. “Juguemos.”
Avanzó u