Braulio abrió la puerta del consultorio con la misma calma de siempre, esperando encontrar a la mujer sentada donde la había dejado.
—Señora Isabel, ya nos podemos ir… —anunció con cortesía, asomando apenas la cabeza. Pero el silencio lo recibió como un golpe seco. Frunció el ceño y dio un paso al interior. La silla estaba vacía. El aire parecía distinto, cargado de un rastro inquietante.
»¿Señora Isabel? —repitió, esta vez con menos protocolo y más urgencia, recorriendo el lugar con la mirada. Nada. Ni un bolso, ni un movimiento, ni una sombra. El consultorio estaba impecable, demasiado en orden.
Un escalofrío le recorrió la espalda. Sabía que Alejandro no le perdonaría jamás un descuido como ese.
Pero no perdió la calma. No era su estilo. Respiró hondo y empezó a escanear la habitación con cuidado, como quien revisa una cocina en busca de una migaja que delate a un invitado. Abrió el armario donde se guardaban las batas. Notó que había un gancho vacío.
Entró al baño del consultorio