Lo pensó sin adornos, con la sinceridad áspera que reservaba para sus propios errores: «Verla me exaspera, pero no verla me llena de ansiedad. ¿Qué demonios está pasándome?»
Julia acababa de dejarle el café. Caliente, negro, exacto. Alejandro lo llevó a la boca y frunció apenas la comisura: amargo. Siempre lo tomó sin azúcar; siempre supo amargo. Lo extraño no fue el sabor, sino notarlo. Detalles que antes pasaban como ruido de fondo, ahora se le quedaban pegados a la piel.
Su vida, hasta hace semanas, cabía en un organigrama: despertar, vestirse, oficina, reuniones, eventos, compromisos, cena con Valentina, regresar a casa, dormir. Repetir. Una línea recta. Pero la línea se había curvado y no quiso atribuirlo a ella. No iba a darle ese poder a la mujer más testaruda que había conocido en la vida, esa que lo sacaba de su eje con la facilidad de una piedra contra en cristal de una vidriera.
Se obligó a mirar la pantalla. Operaciones pendientes, firmas, ampliaciones. Su empresa rugía pe