La casa estaba en silencio, un silencio tibio, casi sagrado, roto apenas por el sonido rítmico y suave de la respiración de Luna. Isabel estaba sentada en la mecedora junto a la ventana, con la luz de la mañana filtrándose en tonos dorados a través de las cortinas claras. Afuera, el mundo despertaba lentamente: el canto lejano de algún pájaro, el murmullo del viento moviendo los árboles, la vida siguiendo su curso sin sobresaltos.
Luna se había despertado hacía unos minutos y ahora mamaba con avidez, sus pequeños dedos aferrados a la tela de la blusa de Isabel, como si temiera que el mundo pudiera arrebatársela. Isabel bajó la mirada y sonrió con una ternura que le apretó el pecho. Esa criatura diminuta era su ancla, su refugio, su verdad más absoluta.
Por un instante —solo uno— el mundo estaba bien.
No existía España.
No existía Alejandro.
No existía contratos, ni miedos, ni amenazas.
Solo ese momento.
La puerta del cuarto estaba entreabierta y desde allí llegaba el olor del café rec