꧁ ISABEL ꧂
La puerta se cerró con ese clic discreto que tiene todo en esa casa. Me quedé un segundo inmóvil, con el corazón apretado por la brusquedad de su voz todavía vibrando en el aire.
La bandeja quedó en la mesita, impecable: café humeante, fruta cortada con una obsesión milimétrica, pan integral… y, al lado, un platito pequeño. Cuando lo acerqué, me encontré con dos higos rellenos de dulce de leche. Mi lengua se pegó al paladar.
—¿Qué…? —susurré, sin nadie que me oyera.
Alejandro había sido categórico desde el primer día: nada de azúcar. “El azúcar es veneno”, me repitió como si me tatuara esa frase en los huesos. Y, sin embargo, ahí estaban. Higos. Mi debilidad más personal, más absurda, más mía. Evidentemene él lo sabía. Pues me había obligado a rellenar formularios donde especificaba todo tipo de cosas sobre mí, desde mi sueño más anhelado, hasta mis más grandes temores. Protocolo, dijo él que era.
Sentí un calor extraño subir del estómago al pecho, una mezcla ridícula de in