El motor del Jeep rugía bajo mí, un sonido gutural que intentaba, sin éxito, ahogar el caos en mi cabeza. Conduje como un maníaco, dejando atrás al equipo de seguridad, incapaz de tolerar que alguien más presenciara mi humillación. Apreté el volante hasta que mis nudillos se pusieron blancos. No había podido alcanzarla. La había perdido.
La ira me quemaba la garganta, pero debajo de esa furia ardiente, había un frío abismo, la misma sensación de vacío que sentí hace casi una década.
—¡Maldita sea! —golpeé el volante, sin importarme el dolor.
La vi. Joder, sí que la vi.
Esa silueta elegante, el cabello rubio ceniza, y esos ojos. Los ojos azules que me conocieron más íntimo que nadie en el mundo. La sonrisa. Esa sonrisa de suficiencia que siempre usaba cuando sabía que me había superado, que me había desarmado.
El nombre que salió de mis labios en el zoológico no fue "Selene" ni "la impostora". Fue Emma. Mi primera Emma.
La sensación de verla de nuevo no fue la de un reencuentro con un