El vestido de seda azul noche se deslizaba sobre la piel de Mariana como agua oscura. Se miró al espejo mientras ajustaba los pendientes de zafiros —un regalo de Alejandro que había considerado no usar esta noche— y respiró hondo. La mujer que le devolvía la mirada parecía segura, elegante, perfecta para ser la esposa de uno de los empresarios más poderosos de la ciudad. Nadie adivinaría que por dentro se sentía como un castillo de naipes a punto de derrumbarse.

—Te ves hermosa —la voz de Alejandro resonó desde la puerta de la habitación.

Mariana no se giró. Se limitó a observarlo a través del reflejo, impecable en su esmoquin negro, con ese aire de autoridad natural que lo envolvía como una segunda piel. Tan guapo que dolía mirarlo, tan distante que helaba el alma.

—Gracias —respondió con una sonrisa ensayada—. Debemos irnos ya, ¿verdad? No querrás llegar tarde a tu propia gala.

Alejandro se acercó, deteniéndose a un paso de ella. Ese paso que últimamente parecía un abismo.

—Mariana,