El sabor de sus labios persistía como un fantasma. Mariana se pasó los dedos por la boca mientras contemplaba el amanecer desde la ventana de su habitación. Habían pasado dos días desde aquel beso en el despacho, y Alejandro había actuado como si nada hubiera ocurrido. Reuniones, llamadas, correos... todo transcurría con la misma frialdad profesional de siempre, excepto por las miradas furtivas que él le lanzaba cuando creía que ella no lo notaba.
No podía seguir así. La incertidumbre la estaba consumiendo.
Cuando entró a la oficina esa mañana, Alejandro estaba absorto en su computadora. Su perfil recortado contra la luz de la ventana parecía esculpido en mármol.
—Buenos días —dijo ella, dejando el café sobre el escritorio.
—Buenos días, Mariana —respondió sin levantar la vista.
Ella respiró hondo. Era ahora o nunca.
—Necesitamos hablar sobre lo que pasó.
Alejandro levantó la mirada, sus ojos oscuros impenetrables.
—¿Sobre qué exactamente?
—No te hagas el desentendido —Mariana cerró l