Agotada, la luz del día me golpeaba con la sutileza de un tren a toda velocidad. La noche anterior había sido un torbellino de emociones y adrenalina, una en la que los Garibaldi, esos temidos señores de la velocidad, se alzaron como titanes entre mortales, arrasando con todos los premios y capturando la atención de todos los presentes. Y yo estaba allí, en medio del frenesí, observando desde las gradas a mis adversarios más formidables mientras los maldecía por hacerme vivir esta otra vida que no es mía.
—¡Esos condenados Garibaldi no dejan que nadie gane! ¿Lo viste, Diletta? A ti que tanto te gusta ese Casanova, ¿cómo se llama? Ah, sí, Gerónimo. Ya lo viste, está casado con una griega. Cristal Garibaldi, así que olvídate de que existe —gritaba como si no me viera a mí, sino a la verdadera Diletta. Me fijé en el