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Hay momentos en la vida que parecen suspendidos en el tiempo, como si el universo decidiera detenerse para permitirnos saborear cada segundo. Esta noche era uno de esos momentos.

La luz de las velas bailaba sobre las paredes de su apartamento, creando sombras que se movían como fantasmas elegantes. Nathaniel había preparado todo con una meticulosidad que me dejó sin aliento. La mesa estaba dispuesta con una vajilla que parecía sacada de un palacio, copas de cristal que reflejaban la luz como pequeños diamantes y una botella de vino tinto que esperaba ser descorchada.

—¿Te gusta? —preguntó, y su voz grave resonó en mi interior como el eco en una caverna profunda.

—Es... perfecto —respondí, incapaz de encontrar palabras más elocuentes.

Sus ojos, esos ojos que podían congelar a cualquiera en la sala de juntas, ahora me miraban con una calidez que derretía mis defensas. Llevaba una camisa negra con los primeros botones desabrochados, revelando apenas la piel bronceada de su pecho. Verlo as
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