Capítulo 118. El mismísimo diablo.

Adrián Soler

Al final, por más que me opuse, no pudimos hacer nada. La policía, aunque no tenía ningún cargo en contra de nosotros, no se opuso a la retención de los hombres de Delacroix, así que al final no nos quedó más opción que acompañarlos a la sala apartada del aeropuerto que ellos indicaron.

Sus pasos eran tan firmes, tan sincronizados, que parecía que hubieran ensayado cada movimiento para que nada escapara de su control.

El aire olía a metal, y a café frío. Era un hangar disfrazado de sala de espera, con paredes blancas, un ventanal al fondo y dos sofás de cuero negro que parecían más una celda elegante que un refugio. La “zona segura”, la llamaban ellos. Para mí, era solo un nombre bonito para la jaula en la que acabábamos de caer.

Luciana caminaba delante, con el mentón alzado y el paso arrogante de siempre, como si todavía creyera que podía comprar o sobornar al mundo con su apellido. Pero yo la conozco demasiado: sus hombros estaban tensos, la respiración se le entrecor
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