Rodrigo Villalba permanecía sentado en el sillón de su despacho, las manos aún apoyadas sobre el rostro, pero ya no derrotado como un niño, sino inmóvil, calculador, con los ojos abiertos tras las sombras de sus dedos. Sentía miedo, sí, pero ese miedo comenzaba a mutar, a transformarse en rabia. En una necesidad animal de no ser vencido. Su mente, perversa y entrenada en la manipulación, comenzaba a trabajar a toda máquina.
“No puedo permitirme caer. No ahora. No como un viejo patético llorando por lo que no supe sostener…”, pensó mientras enderezaba la espalda y se levantaba con lentitud, con el porte de quien aún se creía el rey en un castillo que se desmoronaba.
Se acercó a la ventana del despacho. La tormenta seguía castigando con fuerza. Y entre las ráfagas de agua que golpeaban el vidrio, vio cómo las luces de un vehículo se acercaban por el camino principal. Los faros rasgaron la intensidad de la lluvia que bañaba el jardín y se detuvieron frente a la mansión. Rodrigo entrecerr