Mi pequeña iba envuelta en un amplio manto de pieles blancas, el pelo recogido en una trenza medio deshecha, frotándose la cara mientras miraba confundida alrededor.
Corrí a su encuentro, mi pecho colmado por una felicidad incontenible, hasta que Risa volteó hacia mí.
Al verme, sus ojos parecieron estallar en llamas, y saltó sobre mí con un grito que más parecía un rugido, sacando de su manto una larga daga.
En realidad no la vi moverse. La vi enfrentarme y sacar la daga. Lo que siguió fue un borrón de movimiento, idéntico a cuando los blancos usaban su velocidad fulmínea, y una fuerza imparable que me arrojó al suelo con violencia un instante antes de sentir la brutal puñalada en mi flanco.
—¡Mael! —chilló un cuervo sobre mi cabeza—. ¡Mael!
—¡Risa! ¡Amor! ¡Soy yo, Mael! —grit&ea