Después de lavar mi herida, Risa me arropó con dos mantos y me sugirió que intentara descansar. No que tuviera muchas alternativas, aunque aproveché ese tiempo muerto para observar, no sólo a ella, sino también a los niños, y la dinámica entre ellos.
En ese momento, Risa actuaba como si estuviéramos en nuestra casita en Reisling con nuestros hijos, serena, afectuosa, con una infinita dosis de paciencia y una sonrisa a flor de labios.
Y resultaba un contraste tan marcado con las huellas de violencia que dejara a su paso, y con su reacción al hallarme en cuatro patas fuera del establo, que me tenía completamente confundido. Me costaba reconciliar lo que veía ahora con las escenas de sangre y locura que hallara siguiendo sus huellas.
Algo era seguro: había estado en lo cierto al suponer que su instinto maternal se había impuesto a su sed de venganza cuando rescatara a