Desperté abrigado por el tibio peso de un manto de piel, el calor del fuego en mi cara y el olor a comida en la nariz. Mis hermanos menores ya estaban allí, y los demás habían montado un precario campamento.
Habían excavado la nieve en un círculo y encendido una fogata. Habían montado una tienda abierta y extendida a modo de toldo que bajaba hasta el suelo a mis espaldas, cubriéndonos del viento cargado de azufre y cenizas.
Todavía era de noche, aunque me sentía descansado y hambriento como si hubiera dormido mucho más. Mendel advirtió que me había despertado. Seguía en cuatro patas, y me trajo él mismo una liebre.
—¿Aún no amanece? —inquirí devorando la presa.
—Hoy no creo que amanezca en este lugar dejado de la mano de Dios —dijo con acento lúgubre—. Debemos largarnos de aquí cuanto ant