La tempestad nos obligaba a avanzar al paso, a tientas, enceguecidos por la espesa nevada, que el viento parecía arrojar contra nosotros. Nos habíamos visto obligados a dejar los caballos con mis hermanos menores en un montecillo diminuto, de sólo media docena de árboles, porque no podían siquiera ir al paso en aquel vendaval.
Galo se nos había adelantado cuando comenzara a nevar. No había regresado. Lo habíamos perdido de vista, y no teníamos idea qué dirección había tomado.
Sabiendo que era el más vulnerable entre nosotros, los demás me habían rodeado, para sostenerme si tropezaba o caía, y en un vano intento de guarecerme un poco de aquel viento cruel.
Hubiera dado cualquier cosa por echarme a descansar, pero semejante tormenta podía resultar mortal hasta para nosotros si nos deteníamos a la intemperie.
Y junto con la fatiga, se