La brisa aún olía a sangre y a miedo. Logan caminaba entre los restos del claro donde yacia la loba muerta. Su cuerpo estaba tenso, sus sentidos alertas, y su mandíbula apretada de pura rabia. Todo en él gritaba por respuestas.
—Llévala a la casa —le dijo a Luca sin girarse, sin mirar a Mía—. Asegúrate de que esté bien. No quiero que salga de ahí hasta que yo lo diga.
Luca asintió con respeto. Se volvió hacia Mía, quien estaba sentada en una piedra, con el rostro pálido y los ojos clavados en el suelo. Sin decir nada, le tendió la mano. Ella dudó un segundo, pero luego la aceptó. Luca la sostuvo con firmeza, como si en ese contacto quisiera transmitirle calma.
—Vamos, cachorrita —murmuró con suavidad, casi en un susurro que solo ella escuchó.
Logan observó en silencio cómo se alejaban y luego se giró hacia Jacob, su segundo al mando.
—Vamos a revisar el perímetro. Si hay más intrusos, quiero encontrarlos antes de que se alejen.
Ambos se desvistieron en segundos y, en un parpadeo, el