El silencio del cementerio aún lo perseguía como un eco imposible de acallar. La tierra húmeda que cubría el féretro de Jacop parecía pesar más que cualquier montaña sobre los hombros de Logan.
La ceremonia había terminado, los guerreros se habían retirado con miradas sombrías y Mía, quebrada en lágrimas, había sido llevada Luca y otros a descansar. Pero Logan seguía ahí, inmóvil, como si el mundo hubiera dejado de girar.
Cuando al fin regresó a su despacho, el aire se sentía demasiado denso. Cerró la puerta de un golpe, se llevó las manos a la cabeza y, con un rugido contenido, se giró y descargó toda su rabia contra el escritorio de madera.
El estruendo resonó en las paredes, papeles volaron al suelo y el olor metálico de su propia sangre lo golpeó cuando sus nudillos se abrieron.
La respiración le salía entrecortada, los músculos tensos como si una bestia intentara desgarrarlo desde adentro. Jacop estaba muerto. Un hermano en armas, un amigo, alguien que había sangrado junto a él