Bajo los grilletes

La oscuridad era espesa y húmeda, y el aire en el calabozo olía a hierro, a tierra mojada y a desesperanza. 

Mía abrió los ojos con dificultad, un dolor punzante cruzó su pecho mientras su corazón latía desbocado. Cada fibra de su cuerpo temblaba. Estaba tendida sobre el suelo frío, desnuda, con el cuerpo cubierto de suciedad y moretones. 

Su piel quemaba en ciertos puntos, y no fue hasta que intentó moverse que lo sintió: grilletes de plata rodeaban sus tobillos y sus muñecas.

Un grito ahogado se escapó de sus labios cuando la plata tocó de nuevo su piel con el más leve intento de levantarse. El metal ardía como fuego líquido, y sus piernas flaquearon. 

Cayó de rodillas con un gemido, respirando con dificultad mientras sus ojos recorrían el calabozo de piedra. Estaba sola, encerrada en una celda iluminada apenas por una antorcha titilante al otro lado de los barrotes.

Su cuerpo estaba cubierto por las marcas de su transformación. Era como si su piel recordara cada instante de aquella noche: la luna, el fuego interno, el rugido que se había escapado de su garganta. Pero ahora, todo ese poder parecía lejano, apagado por las cadenas y la oscuridad.

Arrastró su cuerpo hasta una de las paredes y se sentó, apoyando la espalda contra las frías piedras. Cerró los ojos y trató de recordar. Lo último que vio antes de desmayarse fue el rostro de un lobo negro y unos ojos como brasas encendidas: Logan. 

Lo sabía, lo sentía en lo más profundo. Su corazón latió con fuerza, y por un instante, el vínculo se manifestó con claridad, un hilo invisible que la conectaba con él, pero también con Owen.

En la superficie, la casa Alfa hervía con actividad. Logan había llegado con la ira contenida apenas bajo su piel. Su lobo negro estaba cerca de la superficie, impaciente, deseando salir. Cruzó los pasillos de piedra con paso firme, su sola presencia hacía que los guardianes del clan Tormenta se apartaran con una inclinación de cabeza.

—¿Dónde está?—preguntó Logan a una de las guardianas, una loba de pelaje gris claro que custodiaba la entrada a los calabozos.

—En la celda más profunda, Alfa. No ha despertado hasta ahora —respondió ella con tono respetuoso, bajando la mirada.

El vínculo lo llamaba, ardía como brasas en su pecho. Logan se volvió hacia el corredor que conducía a las celdas subterráneas, pero antes de que pudiera dar un paso, una figura se interpuso en su camino.

Jacop, su Beta, lo miró con los ojos encendidos de reproche y determinación.

—No deberías bajar ahí, Logan. No ahora.

—Apártate, Jacop —gruñó Logan, con la voz cargada de autoridad.

—Está desnuda, marcada por la transformación. Es vulnerable, y tú... estás sintiendo demasiado. Ese vínculo podría confundirte.

Logan lo empujó sin esfuerzo. Jacop cayó contra la pared, pero se recuperó rápido, aunque no volvió a interponerse. Sabía que su Alfa ya había tomado una decisión.

Mientras bajaba las escaleras, el vínculo se intensificaba. Cada escalón que descendía era como una cuerda que se tensaba. 

El olor de Mía llegó a él: tenue, débil, pero inconfundible. El olor de una loba blanca, de su Luna.

Mía abrió los ojos al escuchar pasos que resonaban en la piedra. Una sombra alta se detuvo frente a los barrotes. Logan.

—¡Aléjate! —gimió ella, tratando de incorporarse. El dolor de la plata le arrancó una mueca, pero no bajó la mirada.

Logan la observó en silencio. Sus ojos recorrían su figura cubierta apenas por su largo cabello y la suciedad que la envolvía. Pero no había lujuria en su mirada, sino algo más primitivo: pertenencia.

—Voy a sacarte de ahí—dijo con firmeza.

—¡No eres mi Alfa! —espetó ella, aunque su cuerpo temblaba.

—Tal vez no lo sea —admitió él, acercando su rostro a los barrotes—. Pero siento lo que tú sientes. Ese vínculo. No puedes negarlo.

Mía cerró los ojos con fuerza. Lo sentía. Era como fuego recorriendo sus venas. Pero también había otro vínculo. Otro lobo: Owen.

Arriba, Jacop observaba la escena desde las sombras del pasillo, su rostro endurecido por la frustración. Sabía lo que ese vínculo significaba. Y sabía que pronto, muy pronto, Owen volvería por ella.

Y esta vez, no vendría solo.

Mientras tanto, en la manada colmillo. La noche se cerraba pesada sobre la casa del Alfa, y el aire denso del bosque aún arrastraba el aroma a sangre y ceniza. Owen entró furioso, cruzando el umbral con la mirada encendida por la impotencia y el dolor.

Su pecho subía y bajaba con violencia, sus manos temblaban por la furia contenida. Apenas puso un pie en la sala principal, tiró la mesa contra la pared con un estruendo que hizo eco por toda la mansión.

Vasos, mapas, documentos... todo salió disparado. Una silla golpeó contra una columna y se partió en dos. 

El silencio que siguió fue espeso, denso, lleno del poder que emanaba del Alfa lobo gris. Los lobos presentes, sus guardias más cercanos, no dudaron en moverse. Sabían que cualquier gesto fuera de lugar sería interpretado como una provocación. Owen era peligroso incluso en calma, pero enfurecido, era una tormenta sin control.

Uno de sus hombres, un joven guerrero que acababa de volver de patrullaje, dio un paso al frente, tal vez para hablar, para ofrecer un informe o una explicación. Pero Owen no lo dejó ni terminar de respirar. 

Lo tomó del cuello con una sola mano y lo levantó del suelo como si no pesara más que una pluma. Sus ojos se encendieron de un ámbar feroz, y su voz fue un gruñido cargado de rabia.

—¡Me la arrebataron! —rugió, lanzando al guardia contra una pared. El cuerpo impactó con un crujido seco, y cayó sin fuerzas al suelo. Nadie se atrevió a ayudarlo.

En ese momento, las puertas de la casa del Alfa se abrieron nuevamente. Luca, el hermano de Mía, entró con paso rápido, pero sin desafiar la autoridad. Vestía ropas sencillas, algo manchadas por el trabajo y la preocupación. En su rostro había ansiedad, miedo, pero también una determinación que solo los hermanos mayores conocen cuando se trata de proteger a su familia.

Caminó hasta quedar frente al Alfa y se arrodilló, inclinando la cabeza en una mezcla de respeto y desesperación.

—Alfa Owen... —empezó, con la voz apenas un murmullo—. Mi hermana. Mía. Dicen... dicen que se la llevaron los lobos de la manada Tormenta. Dicen que el Alfa negro la tomó. Necesito saber si es cierto.

Owen, que aún jadeaba con la adrenalina de la pelea en el bosque, giró lentamente la cabeza hacia él. Sus ojos, antes llenos de furia, se volvieron opacos. Dolor. Frustración. Y debajo de todo eso, una verdad que aún no quería aceptar.

—Tu hermana... —murmuró, caminando lentamente hacia él. Luca se mantuvo de rodillas, pero alzó la vista—. Es mía. Mi luna.

Las palabras cayeron como una sentencia.

Owen se pasó una mano por el rostro, y por un segundo pareció que iba a derrumbarse. Pero no. En su lugar, se enderezó con renovado fuego en la mirada.

—El lobo negro... Logan... él se la llevó. ¡Me la arrancó de entre las manos! —bramó, haciendo temblar el suelo bajo sus pies.

Luca se puso de pie con dificultad, sin dejar de mirarlo. Había una mezcla de emociones en su rostro. Miedo. Dolor. Y también incredulidad.

—Si es tu Luna... ¡recupérala! —gritó de pronto, desbordado por la impotencia—. ¡No dejes que la tengan, que la encierren, que la lastimen!

Los lobos presentes se removieron, tensos. Nadie hablaba así al Alfa. Pero Owen no lo reprendió. Solo lo miró, y luego dio media vuelta.

—Prepara a todos —ordenó a sus hombres—. Cada lobo capaz de luchar. Cada rastro que puedan seguir. Logan ha declarado la guerra...

Y esta vez, Owen pensaba ganarla.

Mientras tanto, Mía, encadenada, adolorida y vulnerable, se preguntaba en la oscuridad cómo había terminado en medio de una guerra que no había elegido.

Y porque, en lo más profundo de su alma, sentía que ambos la estaban llamando.

Su cuerpo temblaba. La plata le quemaba las muñecas. Pero en sus ojos brillaba algo más fuerte que el miedo.

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