Owen giró sobre sus talones y caminó hacia su escritorio de roble, con los ojos grises encendidos de furia. Sus pasos retumbaban en el gran salón como truenos contenidos. De un manotazo, tiró los mapas, las copas y las botellas de licor que había sobre la superficie. Todo cayó al suelo con brusquedad, el cristal se rompió en mil pedazos, esparciéndose como estrellas caídas en la piedra fría.
Su pecho subía y bajaba con violencia. El lobo gris rugía dentro de él, empujándolo a la locura. Nadie se atrevía a moverse, pero su beta, Juan, dio un paso adelante con cautela, intentando usar la voz de la razón.
—Alfa… no podemos hacer esto. No podemos arriesgar a toda la manada por una… Omega.
El silencio que siguió fue mortal. Owen alzó la mirada lentamente, sus ojos completamente teñidos de gris, sin rastro de humanidad. Un gruñido bajo retumbó en su pecho y, sin previo aviso, su cuerpo se sacudió con violencia. Su ropa estalló en jirones cuando su lobo emergió.
Era enorme, con un pelaje gri